El jueves pasado se cumplieron 57 años de la masacre de Tlatelolco, una matanza masiva de mexicanos que protestaban contra el autoritarismo y la represión del gobierno. El 2 de octubre de 1968 ha quedado marcado en la historia del México del siglo XX como la mayor muestra de la violencia gubernamental, pero también como el inicio de un cambio político y social que repercutió en el resto del siglo y en los cambios actuales.
Una de las instituciones a las que impactó el 2 de octubre fue la Iglesia Católica. El espacio de esta columna es corto para analizar los cambios en la institución religiosa más importante del país y de América Latina. Me detendré únicamente en un aspecto: la ruptura del modo de ver y analizar la sociedad de ese tiempo.
Ese año, acababa de concluir la segunda conferencia de los obispos latinoamericanos y el documento elaborado en esa reunión, celebrada en Medellín, Colombia, sacudió a la Iglesia. Los obispos llamaron a comprometerse en la defensa de los pobres y condenaron las dictaduras militares que padecían varios países latinoamericanos y que costaron la vida de varios sacerdotes, religiosos, religiosas, catequistas y hasta de dos obispos.
Sin embargo los obispos mexicanos mantenían un pensamiento conservador, salvo dos excepciones: el obispo de Cuernavaca Sergio Méndez Arceo y el joven obispo de Chiapas Samuel Ruiz García, este último preocupado por la promoción y defensa de las comunidades indígenas.
Frente a la masacre de Tlatelolco, los obispos guardaron silencio. Una semana después publicaron un comunicado firmado por el entonces presidente del episcopado Ernesto Corripio, arzobispo de Oaxaca. Llamaban a la paz y al diálogo, cuando ya quienes habían hablado eran las ametralladoras. Una forma diplomática de reaccionar sin confrontarse con el gobierno del anticomunista Gustavo Díaz Ordaz.
Días antes de la masacre, el arzobispo de Puebla Octaviano Márquez y Toriz, amigo personal del presidente Díaz Ordaz, reconocía las acciones del mandatario para reprimir las protestas estudiantiles. Para este jerarca, el presidente combatía la conspiración comunista.
Pero a partir de 1968, la Iglesia ya no era monolítica, la Conferencia de Medellín empezaba a cuestionar el quehacer de la Iglesia.
Durante el movimiento estudiantil hubo clérigos que se manifestaron a favor de las demandas de los estudiantes. El primero de ellos, el obispo de Cuernavaca Sergio Méndez Arceo, quien desde la catedral morelense reconoció las causas justas de los estudiantes y condenó después la masacre de Tlatelolco.
Aún más: semanas después, viajó a la Ciudad de México, hizo guardia a las puertas de la cárcel de Lecumberri, hasta que le permitieron visitar y dialogar con los líderes estudiantiles presos en esa que era la peor prisión de la capital del país, el llamado “Palacio Negro”.
A la par, un grupo de 37 sacerdotes publicó una carta en apoyo del movimiento estudiantil el 1 de septiembre de ese año. Fue una voz aislada, sin embargo, la prensa los presentó como curas a favor de la conspiración comunista.
José Álvarez Icaza, entonces director del Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos) fundado por el episcopado mexicano, también se manifestó a favor del movimiento y casi de inmediato, Anacleto González Flores, ex cristero y presidente de la Unión de Católicos Anticomunistas, públicamente le reprochó su apoyo.
Hasta el sacerdote Pedro Velázquez, director del Secretariado Social Mexicano, creador del grito que resonó en las calles de Puebla en 1961: “Cristianismo, sí, comunismo, no”, rechazó la represión en contra del movimiento estudiantil.
La derecha anticomunista
Frente a estas manifestaciones de apoyo al movimiento estudiantil de 1968 y su rechazo al autoritarismo anticomunista de Gustavo Díaz Ordaz, hubo el apoyo de organizaciones de extrema derecha ligadas de alguna manera a la Iglesia Católica que no solamente coincidieron con los argumentos del gobierno, sino que contribuyeron a la represión.
Para 1968, el Yunque, el movimiento anticomunista nacido en Puebla apoyado por el arzobispo Márquez y Toriz y asesorado primero por un fraile franciscano y después por un hermano lasallista, en 1962 creó en la UNAM otra organización semejante al Frente Universitario Anticomunista en la UAP, el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (MURO), grupo de choque apoyado por Hugo Salinas Price, padre de Ricardo Salinas Pliego.
Los muristas acudían a las asambleas del movimiento estudiantil; en ocasiones buscaron romperlas; pero su principal tarea fue el espionaje, reportaban decisiones del movimiento, identificaban a líderes y a estudiantes que participaban en las asambleas y, organizados en células, hacían llegar sus informes a los colaboradores de Gustavo Díaz Ordaz.
Uno de los militantes del MURO, José Manuel Pereda Crespo, a quien años más tarde el Yunque le encargaría la creación de los Cruzados de Cristo Rey, hurtó de la UNAM varios expedientes de estudiantes vinculados con el movimiento.
Varios líderes estudiantiles poblanos fueron capturado después del 2 de octubre en la ciudad de Puebla, gracias a estas acciones de espionaje realizadas por el Yunque, a través de su organización abierta en Puebla: el Frente Universitario Anticomunista.
En Puebla, el anticomunismo formaba parte de la catequesis en las parroquias de la arquidiócesis. El movimiento de 1968 se proyectó como parte de la conjura judeo masónica comunista que se había apoderado de Cuba que ya estaba actuando en nuestro país.
De este modo, se creó la idea de que ser universitario era sinónimo de comunista. El resultado en Puebla fue sangriento; en el pueblo de San Miguel Canoa cinco trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla, fueron linchados por la población acusados de comunistas.