Al concluir su CXIX Asamblea General, los obispos de México publicaron un mensaje titulado “Iglesia en México: memoria y profecía – peregrinos de Esperanza hacia el centenario de nuestros Mártires”, con el cual llaman a conmemorar el centenario del conflicto religioso de 1926 a 1929, conocido por los historiadores como La Cristiada. El subtítulo del documento: “Memoria y profecía”, marca el contenido y el sentido del pensamiento de los dirigentes del catolicismo en el país.
En el contexto de la “memoria” de aquel conflicto entre la Iglesia y el Estado, donde los obispos llamaron, en julio de 1926 a suspender los actos de culto en protesta por las leyes antirreligiosas del gobierno de Plutarco Elías Calles y los católicos, de manera espontánea se levantaron en armas, los obispos buscan destacar a los sacerdotes y fieles que fueron ajusticiados por las tropas del gobierno, los mártires de la Cristiada.
Sin embargo, poco habla el documento de esos mártires. El grueso del mensaje se centra en lo que ellos llaman “acción profética” que en realidad es una crítica del gobierno actual, con base en el discurso que en los últimos siete años ha manejado la oposición política.
De entrada, se autocalifican miembros “del pueblo y con el pueblo”, cuando en muchas diócesis del país el obispo vive alejado del pueblo, tal como vivía la mayoría dew prelados en los años 20 del siglo pasado. Muy lejos está el grueso de los obispos de hoy de pastores como Samuel Ruiz o Arturo Lona quienes en verdad fueron obispos del pueblo y con el pueblo.
La única autocrítica es un simple “usted perdone”, con esta afirmación: “Reconocemos con humildad que en algunas ocasiones no los hemos acompañado como es nuestro deber”.
Afirman que la conmemoración del centenario del movimiento cristero (aunque esta expresión no la usan en el mensaje) es un momento providencial “que nos interpela”.
Los obispos resaltan lo que llaman la convicción de los mártires: “Cristo es Rey, no el Estado opresor; Cristo es Rey, no el opresor en turno” (queda al lector entender el mensaje entre líneas). Consideran que los mártires de la cristiada “dieron su fe por una causa sagrada, por la libertad de creer y vivir según su fe”.
Y hacen una pregunta: “¿Estamos dispuestos a defender nuestra fe con la misma radicalidad?”.
En el capítulo III, titulado: “Realidades que no podemos callar en el contexto mexicano actual”, ponen en claro cuáles son los motivos de esta interpelación: una visión negativa de la realidad del país, en el mismo tono que ha manejado la oposición en los últimos siete años.
Los obispos van comparando el discurso oficial con lo que, afirman, conocen de la realidad al ser “pueblo con el pueblo”.
Sus afirmaciones se pueden resumir en esto: el gobierno dice que hay menos violencia, pero las familias han perdido seres queridos y se vive con temor y sin seguridad; el gobierno dice que se combate la corrupción, pero hay casos notables que no se esclarecen; el gobierno dice que la economía va bien, pero hay familias que no alcanzan a cubrir ni los gastos de la canasta básica; el gobierno dice que se respeta la libertad, pero se descalifica las opiniones críticas; el gobierno dicen que el país es democrático, pero se centraliza el poder; no han podido extirpar el mal del crimen organizado, continúan los asesinatos y las desapariciones, se recluta a jóvenes y los “políticos que buscan cambiar esta situación son amenazados y asesinados”.
Luego dirigen sus baterías en contra de la política educativa. En el capítulo dedicado a las familias, alertan sobre su desintegración por la violencia intrafamiliar y la drogadicción y afirman que las políticas públicas atentan contra las familias. Consideran que en el diseño de la política educativa no se consultó a los padres de familias ni a los agentes educativos y se aplica una visión antropológica ajena a la dignidad de la persona, refiriéndose a la ideología de género que relativiza la complementariedad hombre-mujer. Los obispos aseguran que se margina a los padres de familia y si se oponen son llamados conservadores, retrógrados.
Los obispos mexicanos se olvidan que la actitud profética no sólo denuncia, sino también anuncia. Una verdadera crítica no se resume a repetir lo que día tras día repiten los políticos del PAN y del PRI, los periodistas y editorialistas de la oposición; no ven nada positivo en el país, cuando más de 13 millones de mexicanos han salido de la pobreza, cuando el combate al crimen organizado está dando resultados, cuando nuestros impuestos son reorientados a la obra pública y al apoyo de ancianos, mujeres y estudiantes, en lugar de utilizarse para enriquecer a los políticos en el poder. Es triste, pero los obispos repiten el discurso gastado de la oposición.
La realidad de la Cristiada
Sin duda, hubo gestos heróicos entre la feligresía católica en esos años del conflicto con el gobierno de Plutarco Elías Calles, sacerdotes que a pesar de las leyes anticlericales continuaron ejerciendo su ministerio de manera clandestina y muchos fueron capturados, encarcelados, torturado y asesinados. Esos son los mártires cristeros. Pero mientras ellos continuaban atendiendo al pueblo y sufriendo con el pueblo, los obispos de ese tiempo vivían en Estados Unidos o en Cuba, salvo honrosas excepciones, como el arzobispo de Guadalajara Francisco Orozco y Jiménez que vestido de arriero recorría los pueblos de Jalisco, y el obispo de Colima Amador Velázco.
No fue el gobierno el que suspendió los cultos, fueron los obispos quienes decidieron dicha suspensión como una forma de presionar al gobierno para reformar las leyes; pero no conocían bien a su feligresía, cuando cerraron los templos, iniciaron los levantamientos espontáneos que en 1927 se concretaron en el ejército cristero, comandado por José Gorostieta, un antiguo oficial porfirista y al que se unieron no sólo campesinos católicos, sino antiguos revolucionarios, principalmente villistas, descontentos con los triunfadores de la revolución.
En su carta pastoral del 21 de abril, llamaban a los feligreses a luchar pacíficamente por cambiar las leyes antirreligiosas, y el 25 de julio anunciaron la suspensión de cultos.
Varios obispos apoyaron abiertamente a los cristeros, principalmente los de Durango, Huejutla y Tacámbaro, la mayoría permaneció a la espera de las decisiones del Vaticano.
En 1928 fueron designados los obispos Leopoldo Ruiz y Flores y Pascual Díaz Barreto como negociadores, gracias a las presiones de Estados Unidos sobre el gobierno de Calles. Al final, en 1929, durante el gobierno de Emilio Portes Gil llegaron a un acuerdo: se disolvía el ejército cristero y el gobierno mantendría las mismas leyes, pero no las aplicaría.
Esos fueron los arreglos, pero la realidad fue otra. Fueron expulsados del país los obispos incómodos: Francisco Orozco y Jiménez, José María González Valencia y Jesús Manríquez Zárate; además, al obispo de Tacámbaro se le prohibió regresar a Michoacán. Pero los que llevaron la peor parte fueron los cristeros, los levantados en armas: se les obligó a entregar al gobierno armas y cabalgaduras, muchos jefes fueron uno a uno asesinados en los meses siguientes a los acuerdos.
Los obispos mexicanos de entonces se olvidaron de la sangre de los mártires, pasaron por encima de los cristeros, a quienes nunca consultaron en las negociaciones y sí los expusieron a una muerte selectiva en los meses siguientes a los arreglos.
En resumen, el documento que presuntamente está motivado por el centenario de la Cristiada carece de un reconocimiento de los errores de los acuerdos de 1929 que sacrificaron a los combatientes y no lograron cambio alguno en las leyes anticlericales. Por el contrario, el centro del mensaje coincide con la visión de la derecha panista y cierra los ojos frente a los avances que ha tenido el país en los últimos siete años.
Utilizando los términos de la moral cristiana, el documento de los obispos peca de omisión y se alínea con los sectores que aspiran a volver al pasado neoliberal que tanto agrada a varios prelados, la mayoría de ellos eméritos.

